sábado, 5 de noviembre de 2011

INSEGURIDAD EN PRIMERA PERSONA

El jueves 3 de noviembre fui en auto al Barrio El Tala, en Solano, a dar una charla a un grupo de vecinos/jóvenes/militantes de la CTA. Atravesé parte de la CABA, Avellaneda, Gerli, Quilmes Oeste, la rotonda de Pasco, Solano, Bernal Oeste, Bernal Centro, y a la vuelta, la subida de la Autopista en Bernal, a la que llegué circulando por una avenida solitaria y oscura. Anduve por avenidas llenas de baches-cráteres, pasé por villas, barrios de casas bajas, calles de tierra que no llevan nombres sino números: la 815, la 894... Me perdí por lugares por los que no ando desde hace unos veinticinco años, más o menos. Pregunté a un señor que lavaba el auto, a un muchacho que escuchaba música en la puerta de su casa, a una señora que caminaba por una avenida, a otro pibe que circulaba por la calle de un barrio, a un vendedor que estaba lo más pancho en la puerta de su negocio humilde, al solcito. El señor, el muchacho, la señora, el pibe y el vendedor me respondieron solícitos, se levantaron de donde estaban, se acercaron, me indicaron con una sonrisa y con amabilidad por dónde ir. Di vueltas en U, incorrectamente, me metí a la rotonda de Pasco, sin recordar con certeza quién tiene la prioridad: el que entra, el que sale o el que circula. Anduve cerca de camiones, de autos desvencijados, de colectivos de tres cifras. Mi auto se paró una o dos veces: baliza, y a seguir.
Finalmente, llegué a dónde tenía que ir. Había algunas personas de clase media (los y las militantes), y algunos y algunas más del barrio: señoras con niñitos, luchadoras de toda la vida, ex presos, pibes de gorrita. Hablé, hablaron, conversamos, me dieron mate dulce que acepté sin quejas, surgieron ideas y propuestas, nos despedimos, un muchacho en bicicleta me agradeció haber ido. Después, me fui con B. a cenar a Bernal, a un restorán que queda donde antes estaba la Biblioteca José Manuel Estrada, donde yo iba y sacaba libros directamente de los estantes. Allí, creo (o invento), saqué por primera vez un libro de Cortázar, a los 13 años. También, "La cruz invertida", escrito por Aguinis cuando todavía no era este triste despojo de sí mismo que circula por los programas de Grondona y de TN, y escribe en las páginas de La Nación.
Llegamos allí atravesando la villa de Lamadrid, y la de Eucalipto. Circulamos en paralelo al "paredón de los curas", bajamos en su casa para hacer pis, volvimos a subir al auto, llegamos al restorán, comimos, la dejé de nuevo en su casa, me volví.

Antes de ir para Solano, una amiga me preguntó si no tenía miedo de andar por aquellos lugares. No, le dije. La verdad es que no.

Un día después, el viernes 4, fui a una actividad convocada por organizaciones de derechos de infancia. La cita era en la calle Presidente Quintana al 100, en la Fundación Navarro Viola. Me encontré con mi amiga R., nos fuimos a tomar un café a un bar de la esquina, Quintana al 200. Los baños estaban escaleras abajo, y para entrar al "M" de mujeres, había que sortear el obstáculo de un mueble, que dejaba libres unos 30 centímetros. Yo entré -apenas-, de canto. Una mujer embarazada, no pasaba, una un poco (más) gordita, tampoco.

Salimos del bar. Pensábamos ir caminando hasta el estacionamiento de la Facultad de Derecho, donde R. tenía el auto, pero llovía demasiado, así que nos detuvimos en la entrada de un edificio, metros antes de llegar a Callao, mano izquierda yendo por Presidente Manuel Quintana. Mientras pensábamos cómo llegar al auto sin empaparnos, llegó un tipo con un perro. Primero, nos tiró el perro encima, mientras nos miraba mal. Luego, nos preguntó si vivíamos allí, le dijimos que no, y nos echó a los gritos. Nos dijo que nos fuéramos, que no podíamos estar allí, que ese edificio era suyo, que cualquiera no podía pararse ni allí, ni en la vereda "que también la pagamos nosotros". En principio, nos anonadamos. Luego, le respondimos intentando ser coherentes: "nos estamos reparando de la lluvia", "podemos pararnos aquí". El tipo seguía: "voy a llamar a la policía" "miren que aquí hay cámaras". "Llamela, que venga", "nos quedamos aquí", "no nos vamos a mover hasta que cambie el semáforo y podamos cruzar". El tipo, que mientras nos echaba a nosotras atravesó sobre la vereda una moto que estaba estacionada paralela al cordón (no entendimos nunca por qué), se nos paraba a menos de 10 centímetros de nuestra cara. En el barrio, eso es para meterle una piña. Finalmente, cambió el semáforo, cruzamos, nos tomamos el 67, llegamos al auto.
Me sentí violentada y enojada durante un buen rato. Pensé, dijimos, qué bueno sería ir otro día, a las 7 de la tarde más o menos, con algunos morochos, y pararnos allí, en ese edificio donde ese facho hijo de puta nos agredió gratuitamente.
R. es castaña clara, yo peino canas. Somos minas de clase media, portamos carteras y mochilas de marca, y, ella, un maletín de una organización internacional. Somos blancas. Primero pensamos qué hubiera pasado si eran dos jóvenes de los que se había hablado toda la tarde, los que se hubieran parado allí. Quizá sí venía la policía, quizá sí los demoraban, quizá sí se ligaban unas patadas como las que me habían relatado los pibes del Barrio El Tala un día antes, que les aplicaba la Federal cada vez que osaban cruzar el Riachuelo y venirse para la Capital.
Después, pensé que, más allá de que las consecuencias hubieran sido otras, en realidad hay un tipo de facho al que le da igual que seas joven o vieja, pobre o clasemediero. Lo que le importa es que no vivís en su edificio (su barrio, su ciudad, su cantri), y por lo tanto, no tenés derecho a guarecerte de la lluvia allí.

Pocas veces en mi vida, viví tan claramente el contraste entre la generosidad de un tipo de gente, con la miseria de otro tipo de gente. Pocas veces me sentí más insegura y violentada como frente a ese infeliz de la calle Quintana.

No quiero ser demagógica (igual, no me leen muchos, así que sería una demagogia de corto alcance!), pero, una vez más, elijo Solano (aunque circunstancialmente viva en Almagro, que es un poco y un poco...)


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